En una época en la que apenas podemos recordar un número de teléfono, las direcciones IP nunca podrían constituir un sistema de nomenclatura apto para los humanos —de ahí los nombres de dominio. Nuestro ordenador se encargará de traducir la información que le proporciona el DNS —en forma de URL— en una IP reconocible y accesible a través de la red.
El proceso es simple: cuando introducimos en la barra de direcciones algo como www.dominio.es, un servidor DNS comunicará a nuestro navegador la IP que le corresponde en el servidor donde está hospedado. Funciona, en realidad, como una tabla de equivalencias o un directorio telefónico, en un proceso donde raramente interviene el usuario, ajeno a todo este trajín de números y letras que se produce entre bambalinas. Es la magia de internet.